Es una mañana de
agosto en el florentino Palazzo Vecchio, y un vigilante más
viejo que el mismo edificio aparece olvidado.
Sólo, derrumbado
en una silla en mitad del Palacio o en mitad de la nada, ajeno al
devenir de gentes, al tránsito continuo de miradas que
desgastan muros, cuadros, puertas y ventanas; hora tras hora, día
tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras
año...
Abatido por la rutina, de
su cuerpo doblado pende una pesada cabeza que en busca de descanso
quiere rodar hacia el suelo, pero en su descenso es detenida por el
pulgar de la mano izquierda; un dedo que apuntado hacia arriba marca el
destino de este Sisifo contemporáneo: volver a levantar la
cabeza, volver a levantar su cuerpo, y continuar vigilando hora tras
hora, día tras día, semana tras semana, mes tras mes,
año tras año... esperando una jubilación que nunca llega.
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